Vivimos al estilo comboniano

estilo comboniano

Nuestra espiritualidad está determinada por la vivencia de la consagración en la secularidad, y la misión en la laicidad consagrada, al “estilo comboniano”

Según nuestras características, vivimos “el don del Espíritu que, en su tiempo, fue recibido y vivido por San Daniel Comboni, para que también a través de nosotras, continúe siendo una riqueza para la Iglesia y para el mundo” (Dir. 31-35,1).

San Daniele Comboni
San Daniele Comboni

Para hablar de nuestra espiritualidad es importante tomar en consideración lo que somos, porque es nuestra identidad la que determina nuestra espiritualidad.  Nuestras Constituciones dicen que somos “personas que se consagran a Dios en el mundo para cooperar en el apostolado misionero según la espiritualidad del apóstol de África Daniel Comboni” (n.1).

Nuestra espiritualidad está determinada por la vivencia de la consagración en la secularidad, y la misión en la laicidad consagrada, al “estilo comboniano”.  Según nuestras características, vivimos “el don del Espíritu que, en su tiempo, fue recibido y vivido por San Daniel Comboni, para que también a través de nosotras, continúe siendo una riqueza para la Iglesia y para el mundo” (Dir. 31-35,1).

El fundamento teológico

El fundamento teológico de nuestra vocación es el misterio de la Encarnación. “La consagración secular, al abrir la persona a la radicalidad absoluta del amor de Dios, la dispone a una encarnación profunda en el mundo”.  

Lo ha dicho el Papa Benedicto XVI, con ocasión del Congreso para recordar los 60 años de la Provida Mater Ecclesia, en su primer discurso dirigido a los Institutos seculares, en donde ha puesto en evidencia el fundamento teológico de la consagración secular, precisando lo que se puede definir su “principio sustancial”: “La obra de salvación no se ha realizado ni se realiza en contraposición a la historia de los hombres, sino dentro de ella y a través de ella” 

(Benedicto XVI – Roma, 2 de febrero de 2007).

Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo único” (Jn 3,16).  Es la lógica de la encarnación, una lógica fundamental para nosotras y para la misión hoy. Así como el Padre envió a su Hijo, Cristo nos envía: “Como tú, Padre, me has enviado al mundo, así los envío yo” (Jn 17,18).  Nos manda al mundo entendido como lugar teológico en el cual se realiza nuestra misión. El misterio de la Encarnación hace de nuestra inserción en los asuntos humanos un lugar teológico, un lugar de la presencia de Dios. Y la unidad de vida nos permite la síntesis, según la lógica de la Encarnación, entre la unión con Dios y la comunión con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, permitiéndonos vivir la “sencilla” vía de la encarnación en lo cotidiano.

La vida espiritual, la oración, deben ayudarnos a encontrar a Dios en la vida cotidiana, motivarnos a buscar y hallar a Dios en la historia. Vivimos dentro de esta historia como signo del amor del Padre.  Somos enviadas a revelar el amor de Dios, para comunicar la vida de Dios.

Un estilo de presencia

Todo esto determina un modo de estar, un estilo de presencia en las realidades y en el mundo de hoy, con las condiciones de vida propias de los laicos. Una referencia importante para nosotras es el n. 31 de la Lumen Gentium, donde se especifica que la vocación y misión de los laicos es la de “orientar las cosas ordinarias de la vida según el designio de Dios” (LG 31). Estamos llamadas a “santificar el mundo y a santificarnos a través de él, en la vida profesional y social” (Christifideles Laici 16-17). 

Por nuestra vocación estamos llamadas a una presencia que opera o puede operar en cualquier campo o situación, para colaborar al designio de Dios, para construir un mundo más humano, más fraterno, un mundo donde haya justicia, paz y fraternidad.

Nuestros documentos, con referencia a la formación en la misionariedad, señalan: “La persona es forma-da a una profunda espiritualidad misionera y ayudada a hacer que los valores de la justicia, la paz, del don gratuito, del respeto por la vida y dignidad del hombre, de la fraternidad universal surjan allí donde vive” (Dir. 15,1c);  “…una constante atención a los valores del Reino, presentes sobre todo en los más pobres, tanto en lo que se refiere a la fe como a las exigencias elementales de la vida” (Dir. 31-35.2).

Estamos llamadas a continuar la misión de Jesús, a seguir su obra de salvación: solidaridad con los últimos, compasión hacia los que sufren; a estar presentes también en situaciones de extrema debilidad: donde haya angustia, tristeza, desánimo, soledad, miedo, frustración, etc.

Podemos ser una presencia significativa para los demás si nos dejamos interrogar por las mismas preguntas que actualmente muchos se plantean, si no las ocultamos tras la presunta convicción de tener ya las respuestas y no evadimos buscando también nosotras respuestas extrañas a nuestra vocación, con una espiritualidad distinta a la que hemos sido llamadas a vivir y encarnar en nuestra vida.

En nuestra espiritualidad, desde el inicio y de una manera muy fuerte, ha estado siempre presente la dimensión oblativa de la oración.  En otras palabras, una espiritualidad de la ofrenda de la vida, de las propias acciones y sufrimientos, por el bien del mundo y, sobre todo, por las “misiones”.  La oración por toda intención, pero sobre todo por las vocaciones misioneras.

Para esto, “las misioneras se empeñan en orar, trabajar y sufrir por la causa misionera y especialmente por la santificación y el aumento de las vocaciones misioneras” (Const. N.2).  Junto a la animación misionera está la presencia en la misión, pero ante todo la oración y la ofrenda del sufrimiento como fundamento de toda nuestra acción.

Una espiritualidad redentora

En el capítulo sobre la espiritualidad comboniana, nuestras Constituciones nos exhortan a asumir en primera persona el espíritu de fe, de celo y de sacrificio de San Daniel Comboni, a hacer nuestros estos valores en la vida interior, en el trabajo y en las actividades, a creer en el poder de la cruz y a considerarla signo de la presencia de Dios (Cfr. n.32). No es casual la frase de Comboni que se cita es: “Soy feliz en la cruz, que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna”.

Una característica nuestra particular es la presencia de misioneras enfermas en nuestro Instituto, no por edad o por enfermedades sobrevenidas, sino personas con incapacidades físicas, acogidas a título pleno en Instituto y que hacen de su vida una ofrenda particular para la misión y los misioneros.

El testimonio de Dios no está ligado a nuestra eficiencia o a lo que hacemos.  Su manifestación puede ocurrir en la debilidad extrema.  Adquiere una particular importancia la capacidad de llevar sobre sí el sufrimiento y el mal del mundo, y ésta no es sólo una aceptación pasiva de la voluntad de Dios, sino un hacerlo presente y cumplir su voluntad en situaciones en que su presencia ha sido negada.

Significa manifestar su amor, hacer eficaz su misericordia y concreto su perdón.  Es la espiritualidad redentora: como Jesús, llevar el pecado del mundo para anular las dinámicas negativas e introducir otras, opuestas.

La misión es revelar a Dios como Padre misericordioso, fuente de la Vida, y ofrecer vida para que todos los hombres y mujeres puedan tener la identidad de hijos e hijas de Dios, la plenitud de la vida que es la salvación (Jn 10,10).

También nosotras estamos invitadas a encarnar la misión de Dios junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.  Y ver el rostro de Dios en todo lo creado, a contemplar la imagen deformada y gloriosa del Señor en el rostro de los hombres y aliviar el dolor en los rostros desfigurados por la violencia. A decir palabras de esperanza a los pobres, oprimidos por la injusticia y anunciar la liberación de toda esclavitud, a proteger y defender la dignidad de las mujeres humilladas, de los inmigrantes marginados y rechazados, de los ancianos y de los enfermos solos y abandonados.

Una imagen que nos representa

Nuestro estilo de vida es el de una presencia de inserción, una presencia no llamativa, casi silenciosa, sin aparecer, una vocación casi “invisible” a los ojos humanos. Una referencia evangélica que siempre nos acompaña es la parábola de la levadura (Mt 13,24): sabemos que la levadura está pero no se ve, aunque su presencia es importante porque hace fermentar toda la masa, opera un cambio sustancial. Sin embargo, no tenemos la presunción de ser nosotras la levadura.  La levadura es la Palabra de Dios que puede “hacer nuevas todas las cosas”, es el Reino de Dios que se hace presente más allá de nuestros programas o iniciativas.

Una imagen que nos ha acompañado y nos acompaña es la de la mujer que prepara la masa.  Es una imagen muy bella y significativa: la mujer sabe tomar los ingredientes, los sabe dosificar, los mezcla, añade la levadura, trabaja la masa de modo que la levadura pueda fermentar.  Es una imagen que nos representa y quisiéramos que fuera nuestro programa de vida: con nuestra oración y nuestro trabajo hacer que el Reino de Dios esté presente, se manifieste en todas las realidades y en todas las situaciones, sobre todo donde la humanidad sufre más, donde están los más pobres y abandonados.